domingo, 9 de junio de 2013

Todo aquello. Todo eso.

La soledad era aquello que colgaba del techo, humeante de cielos quebrantados al chocar con las mesas de cristal. Era eso que se movía entre las paredes, rápido cual olvido. Frialdad que recorría nuestras espaldas desnudas en esas noches de inconsciencia y sueños a medio hacer. Calor de amaneceres revueltos como las sábanas de los que se prometen susurros eternos bajo el cuello. Era intento fallido por ver la realidad a través del duro cemento. Memoria inaccesible que evoca fragmentos en blanco y negro; cine mudo y a cámara lenta de ojos torpes que nunca se llegan a encontrar. Garganta de voz entrecortada, de sabor a sangre, de lengua cortada. Piernas sobre las paredes caminando en diagonal, persiguiendo las enredaderas de las fantasías que se atropellaban en la inercia.
La soledad era aquel tema tabú que nunca se atrevió a nombrar. Palabra malsonante no por sus letras, sino por lo que escondía más allá de esas simples vocales y consonantes, pues juntas creaban la más destructiva de las bombas, el más temido veneno. Era la bañera sin espuma y el hogar sin agua corriente. La calefacción encendida en el mes de agosto. Las ventanas abiertas en la víspera de Navidad.
Todo aquello, todo eso, es la soledad. Sombra de cada uno de nosotros. Alter ego de la felicidad. Verdad aparente entre tanta claridad. Cegedad momentánea tras un eclipse. Días sin oír ni escuchar. Ojos que no ven. Corazón que no siente. Manos que no tocan. Llantos que rebotan en las habitaciones vacías, creando un monólogo infernal.
Eso es soledad.

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