sábado, 29 de junio de 2013

Entre cristales rotos. 0.1

Nadie la echó de menos en esa tarde de verano, ni siquiera su gato que había salido a ver qué le deparaba el azar tras los muros de su hogar.
Sentada sola bebiendo poco a poco de su espumosa rubia, se pasó las horas muertas intentando resucitarlas, leyendo entre las líneas de esas cartas que Neruda escribió y que tan inalcanzables le parecían.
Podría decirse que no se aburría, pero no le hemos preguntado, al igual que su gato tampoco le pidió permiso para salir un rato bajo la calor abrasadora, ni el tiempo le avisó de que acabaría por acostarse con ella aquella noche. Tampoco podría decirse que estuviera atenta a lo que leía, pues más bien miraba aquellas letras y acariciaba las hojas, oliéndose después los dedos tras el contacto (amaba ese olor a papel antiguo que despedían las hojas de libros como ese, escondido durante años en la esplendorosa biblioteca de su madre; olor a recuerdos y gloria).
En el fondo de la luminosa habitación, junto a una amplia cómoda de madera blanca y deliciosas flores recién cortadas dispuestas en un jarrón de porcelana azul, se encontraba un tocadiscos, de esos que los apasionados por lo "vintage" se morirían por tener en sus casas desprovistas de espacios vacíos. Suaves y sugerentes melodías de jazz inundaban la casa al completo, haciendo la tarde algo más amena y melancólica.
Esa era la canción favorita de él, ella aún lo recordaba como si lo estuviera viendo por primera vez. Era alto, de espalda ancha y fuerte, pero no de esos que se atiborran a pastillas y batidos para aumentar su musculatura, era más bien de porte elegante y atlético, bastante natural cabría decir. Siempre solía llevar unos vaqueros desgastados y un cigarro entre los dedos, lo cual dejaba un sabor diferente en sus labios tan bien definidos. Caso aparte eran sus ojos. Esos ojos hablaban más que su boca y conquistaron más con una sola mirada que cualquier rey con su ejército. Eran como asomarse a un balcón con vistas al mar: tenía atardeceres únicos, noches misteriosas y amaneceres apasionados, pero también tempestades de inacabables olas y tranquilidad profunda y serena. Sus ojos eran lo mejor que ella pudo ver en toda su vida y lo que mejor recordaba era su reflejo en ellos. Cuando él la miraba, ella solía sonreír hasta que en sus mejillas se formaban hoyuelos que él acariciaba, y sus ojos brillaban como faros en mitad de una tormenta en alta mar.
Él era como la adrenalina que se desata al saltar en paracaídas o un viaje en descapotable por una carretera continua y vacía que incita a levantar los brazos para intentar tocar el cielo y bajarlo hasta hacerlo suyo para toda la eternidad.
La canción acaba y el gato vuelve ronroneando en busca de su ama para que lo alimente con alguna lata de atún, su favorita. Deja el libro encima de la mesita que está enfrente de la mecedora en la que tanto ha vivido y en la cual sus sueños han sido acariciados por el mimbre hasta hacerse realidad. Se acerca a su pequeño y negro animal y lo mira con ternura, esa bolita de pelo jamás la abandonaba. Abre la despensa y, entre tantas y tantas latas de comida para gatos, encuentra la adecuada y se la sirve a su peculiar comensal. Se sienta junto a su gato para contemplar cómo come, ya que esa forma de mover la boca y las patitas siempre le había hecho mucha gracia.
Cuando el animal ya está satisfecho, pasa a su lado en dirección hacia la sala de estar. Ella lo sigue, pasando a la vez que él por los pasillos decorados con gran gusto y se para delante del espejo. Se mira de arriba a abajo una y otra vez mientras el felino presencia la escena con curiosidad. Se mira de frente y de lado. Se acerca al espejo e intenta sonreír.
Un extraño ruido atraviesa la estancia y el gato sale por patas. No fue el espejo lo que se había roto, si no ella.

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