miércoles, 18 de diciembre de 2013

La eterna sonrisa de la guerrera.

Tenía un gusto a almendra en los ojos,
chocándole sus venas con las sombras
que perseguían sus canas.

Un gusto amargo, pero ácido y melancólico,
como una hoja que se deja sacar a bailar por el viento
y después cae rendida al fuego sediento de vida.

No sé cómo explicarlo exactamente
porque sus pupilas eran la llave que cerraba
las ventanas ante el frío,
protegiendo el amor de los cuerpos en su regazo
aun cuando el hierro se vencía con cada nevada.

Tenía unas manos que abarcaban el mundo entero,
-o al menos el mío-
y lo zarandeaba suavemente al ritmo de sus escasos latidos,
acunándolo para curarle de todos sus monstruos.

Siempre el reloj enroscado en su muñeca
y despojos de ramas secas sobre las rodillas;
nidos de cuco en las pestañas
que cantaban a los recuerdos dormidos.

Fue un ciervo huyendo de las cavernas
sabiendo que pronto comería
en alguna de ellas;
caballo desbocado oscuridad dentro
cuando todas las respiraciones
se derrotaban en espirales rojas.

Pero eterno pétalo que volaba
a pesar de los temblores nacientes
de sus tímidos filamentos;
pluma encontrada en mitad del oleaje
entre estrellas sostenidas y bastantes bemoles;
suave pez que esquivaba
cada ancla divina.

Tocó la tierra con sus dedos en un último intento
por sonreír,
y la primavera marchitó sus flores
porque jamás serían capaz de igualarla.

La espada que blandió cuando la luz sentía en blanco y negro
reposó su cabecita rizada
junto a las almendras de sus ojos,
y juntas desplegaron las alas.

El cielo tiene que intentar ahora ser tan grande
como lo fueron sus manos.

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