martes, 18 de febrero de 2014

La sombra esquiva que siempre irá conmigo: mi ciudad.

Su entrepierna huele a iglesia hecha cenizas.
Bajo la tentación de una estrella,
una princesa asomaba la cabeza por su útero:
no había oro.
Un suave murmullo de hoja aclaraba los estómagos
vacíos
que atravesaban el cuerpo entero del asfalto.
Su piel era asfalto.
El río, sus manos.
No me mires con esos ojos de vaca hueca
desportillada
polvorienta
o tendré que matarme,
le dije una noche.
La misma noche que sus cloacas rebosaron.
La misma noche que su cuello se hizo duna
y después inclinación,
despedida;
y la vi lejana dentro de mí
aunque fuera yo su contenido.
Recuerdo que en su espalda llevaba una huella verde
verde como la sangre que contenía,
y en una de sus hondonadas, un pavo real de trigo.
La princesa se perdió por las esquinas de su casco
antiguo
retorcido
sigiloso,
serpiente.
La princesa ya no tenía lengua,
era Luna vista tras el espíritu de sus sombras
era Sol atrapado dentro de las almenas.
Sus muros derruidos atraparon mi vientre
y me dijeron
que nunca
jamás
volvería a correr;
que siempre
repito siempre
quedarían sus restos apelmazados en mi regazo.
Mi entrepierna olía a fuego,
ya no había vuelta

atrás: yo era el dragón.

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