Son las
almas ajenas las que adora comer.
Uniendo
piel y roja carne con el afluente empapado del sudor,
marcando
surcos en la fiebre,
supurando
hálito desierto de hogar.
Mar de
faldas incandescentes,
llamaradas
de siglos entre vegetales hinchados por la atrofia
que
surgen como labios pulidos a cielo abierto
hacia el
interior de las pesadillas;
así todas
las uñas formando fila ante las presas permisivas.
Las
cloacas esperando sin metal
el tacto
descolorido de los ángeles,
una breve
pausa entre la cáscara y la vida
prometiendo
la cama caliente del hielo
al final.
Los
dientes dejan la marca
antes de
retirarse.
Vuelven.
Aquel
ritmo escondido entre el humo de raíces turgentes,
todo
color naranja la superficie de su epidermis
como
esperando ser bebida eternamente;
en la
memoria quedarán.
Nada
podría interrumpir el ladrido de la Tierra
ahora que
está devorándose a sí misma.
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