lunes, 22 de julio de 2013

Hacia el final y el principio.

En esos ojos,
vidriosos, callados, azules,
como estanques en calma de hondas profundidades.
En ellos se trazaron las delgadas líneas,
interminables,
del pasado.
Cadenas que se entrelazan en sus pupilas,
de laberintos formadas,
crean prisiones para los sueños y las sombras.
Todo queda y todo pasa,
nada se vuelve y la mira,
nadie nada en sus océanos salados y extensos.
Los tiburones acechan en el filo del abismo,
carroñeros, carnívoros, voraces.
Se despedazan entre dientes de iris azules,
matices de plata y oro.
Las aguas se tiñen de rojo,
burdeos y escarlatas conquistan territorios,
como si de un tropel de jinetes se tratase.
Turbias aguas del olvido,
ahogadas como los gritos de los mimos,
que rugen en las gargantas.
Burbujas de luz y aura se escapan,
intentando luchar por la salida.
Laberintos de corriente que empujan y arrastran,
que ralentizan,
que corrompen,
que chillan.
Los ojos se miran y se propaga el miedo,
temor a lo desconocido del pasado.
Lo conciente de la consciencia de la incertudimbre.
Las esquinas se desdoblan y los párpados se difuminan,
ondeantes banderas que desertan,
dejando la batalla sin ganar,
aun cuando los tambores redoblan
y los guerreros luchan.
Sangrantes pestañas que lloran sin pausa,
sin descanso se bañan en la playa,
que empapa sus límites con el líquido que derraman.
El iris se entrega al caos,
la pupila se dilata hasta alcanzar la Luna,
para abrazarla,
para sentirla,
para besarla.
Pacto con la noche,
eternidad,
pausa.
El estanque se agita pues una piedra,
dura, inerte, cruel, fría,
cae y rebota y entra y explota.
Una lágrima sale a verla estallar,
en mil pedazos de cristal.
Maravillada la mira,
se miran,
la mira.
Trozos que han fallecido a su lado,
como esas horas que muertas quedan,
tras sus pasos de agua.
Incorpórea la lágrima llora.
El agua derrama diamantes brillantes,
diminutas luces que chispean,
como estrellas.
Los ojos se observan,
se abren,
respiran las cuencas que los acunan,
besándolos constantemente,
como una madre que mima y que cuida.
Se cierran, los tapan,
mueren una vez más ante los acantilados de la vida,
acantilados que se sumergen en esas aguas que,
bravas, indomables, incansables,
los ahogan en las cavernas oscuras del olvido.
La muerte al fin y al cabo,
es la soledad del estanque en calma,
sin nenúfares ni libélulas.
La muerte de todos es el comienzo de otros,
el cierre de esos ojos y esas olas que embestían las murallas.
El principio de otros campos de amapolas,
que crecerán entre el trigo dorado,
suavemente danzando con el viento.
Silencio entre un mar en blanco y negro.
Cenizas del recuerdo.
Pasos que se borran con la marea.
En esos ojos,
vidriosos, callados, azules,
como estanques en calma de honda oquedad.
En ellos se dibujan el final de lo vivido y
el comienzo de las metas que quedan por trazar.

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