domingo, 21 de julio de 2013

Vida y tiempo.

Nos quejamos del tiempo que pasa,
rápido, ininterrumpido, inexorable,
entre los capullos de primavera y
las hojas secas del otoño.
El tiempo que pasa,
para no volver su cabeza jamás,
nació condenado a encadenarse,
a nosotros, a los árboles, a las aves.
Prisionero que vuela y cabalga,
incansable,
entre prados y colosos de cemento,
a través de miradas de cristal y sonrisas de plata.
Arrastrando el lastre del pasado,
minutos y segundos que mueren,
que renacen,
como el ave fénix,
de sus propias cenizas.
Y es que el tiempo no para quieto,
como un niño que baila entre los charcos de agua,
un día lluvioso,
en un patio andaluz de blancas paredes,
de rejas azules y jazmines vírgenes.
Ese niño que danza y que salta,
que cae pero se levanta.
Ese niño es el tiempo,
el presente,
el hoy.
No hay nada más eterno y a la vez tan efímero,
inexistencia de lo permanente,
de lo estático.
Pero no seamos egoístas,
pues el tiempo muere cada día,
cada noche,
cada amanecer,
a nuestro lado.
Al otro extremo de la cama un reloj nos mira,
con sus ojos finos y rajados de tanto contar los minutos que quedan,
los minutos que faltan.
Le devolvemos el saludo,
una palmadita basta.
Otro día,
otro presente.
Los niños juegan en la calle,
tras la lluvia todo sigue,
como el tiempo,
entre idas y venidas.
Motor que nunca se apaga,
olas que jamás calman,
así es la vida y el tiempo,
inseparables amantes que se hacen falta.

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