martes, 9 de julio de 2013

Rojo

Despertar en las nebulosas de sus ojos
y descubrir que no hay estrella
que ciegue más que sus pupilas.
Frías y cortantes masas azules giran
y se retuercen siguiendo un ritmo letal,
empujando a entrar en las cavidades de tu ser.
Carencia de alma en su cuerpo de ángel,
garras que se ciernen en torno a los pulmones,
pies paralizados.
La sangre brota y corre por la garganta,
empapando la lengua de su espesa rojez.
Denso líquido que invade y conquista arterias,
librando luchas con cierta ventaja entre los ríos de vida,
ondos conductos que puntuales entregan el sacrificio al corazón,
donde muere y renace como una bola de fuego prendida a lengüetazos.
Nacer y morir en un instante
(en una llama, en un suspiro)
para explotar y tintar el Cielo de burdeo imborrable.
Su azul se difumina y las sombras lo conquistan
(silenciosas, como siempre).
El reino de ese ángel celeste se rinde,
ese ángel que una vez arrancó alas de cuajo y
sentenció almas a ese pozo sin fondo que es la Tierra.
Rojo fuego, burdeo, masas de negro y oscuro morado.
Los cuatro jinetes del Apocalipsis cabalgan hacia las nubes,
agitando en alto sus huesudos y escarlatas brazos,
empuñando,
entre sus dedos desprovistos de carne,
plumas con las que escribirán versos eternos en un Cielo que nunca los soñó.
Estático rojo que flota en el espacio,
devorando profundos azules de eterno Sol.

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