sábado, 25 de enero de 2014

Ahora duermo con un revólver incrustado en la espalda

Papá dejó de hablar un día mientras yo aún era un animal.
Como cada mañana, inclinó su cabeza hacia el lavabo
y entreabrió los labios para respirar hondo antes de despegarse los sueños.
De repente, un crujir de saliva reventó mis tímpanos.
Su garganta se estaba abriendo paso por su cuello con prisa
a contrarreloj
sin aliento
dura
y
húmeda.
Quedó él curvado frente al mármol blanco y frío,
repleto de palabras muertas con las tripas hacia fuera.
La garganta [que ya no era su garganta] puso erguido su cuerpo gelatinoso,
miró al ser que fue hogar durante tantas décadas
y sumergió su sombra en el camino destino cloaca o mar.
Fue entonces cuando el color rojo de mis oídos camufló la palidez del baño,
la palidez de papá,
la palidez de todas las palabras.
Desde aquella mañana,
la casa fue jaula,
el jardín un cementerio,
los pájaros unos asesinos,
la náusea una compañera,
el cielo otro cuento más.
Desde aquella mañana mis amigos comenzaron a ser imaginarios,
imaginarios de huesos celestes que se vestían con caracolas y espejos
y yo me reía con ellos
pero no podía oírme.
No podía.


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