lunes, 13 de enero de 2014

Nos vestimos de universo.

Hablemos de un cielo hecho de sangre.
Tumbados boca abajo junto al infinito
arrugado en su juventud más perfecta
sonriendo desde la vejez dulce de los dientes de leche.

Las nubes con venas de cristal.
Míralas, se les ven los estómagos desde aquí arriba.
La forma melancólica de los sedientos de vida.
En sus párpados, el sostén de carne
que mantiene unida toda la ira de nuestros ídolos.

Distante, el Sol
es un hueco en la nuca
con auras como brazos tendidos hacia las estrellas,
es un dedo apuntando lejos enterrado en el mar,
es un nosotros reflejado en caras desfiguradas por el tacto de la tierra.

Más allá, esos mamíferos
que arrastran su sudor por el pavimento,
enroscados en palabras los cuellos,
los ojos abandonando las órbitas cuando el tiempo les intercepta el alimento,
cuando el papel baila y el metal se adentra en sus espinas dorsales,
cuando el allanamiento de morada
es desgajar hasta el abismo un pecho abandonado
y dejarlo abierto para que aniden los cuervos.

Más allá, esos mamíferos
que nadan en la inercia,
que callan por no hablar con la boca medio llena,
medio vacíos de oxígeno,
y repletos de más eco que verbos.

Míralos cómo se destruyen entre ellos
rompiendo sus cuernos
contra una pared de cemento que ríe ante sus hocicos.
¿Puedes alcanzar a observar que todos empujan y arrastran,
y levantan y sostienen,
pero ninguno araña, muerde o habla?

No hablar.
No hablar.
No hablar.

No quiero ser Mamífero.
Ni generalidad.
Ni masa.
He decidido no inclinar mi cabeza,
no dejar que las rocas tiñan hasta mis cabellos
usando sus bilis contra mi cuerpo,
no beber de la leche tibia de los reyes petrificados.

Ser pólvora.
Ser aire.
Ser un Ser.

Hablemos de un cielo hecho de sangre
donde todos duermen
y solo los espejos se visten con sus mejores alas
para volar
más allá
de fronteras invisibles.

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