domingo, 12 de enero de 2014

Crónica de un bombardeo.

No llegó el ruido a ser incienso.
La madre que habitaba su vientre absorbió losas a latigazos
vestidos entallados
cremalleras que se cerraban solapando la carne muerta.

Silencio.
Encerrado en un reloj.
Cristal,
como la piel.
La piel flácida de los domingos de barro.
El canto dormido.            Puños cerrados.
Hiedra por montañas de huesos.       Puertas hacia el fuego.
Sudor.  Muslos.  Contracciones.
Conductos que cruzan labios en el interior.
Explosión.
Silencio.

La madre tapaba sus oídos,
separados por niños como ventanas al vacío.
La madre tapaba su boca,
sus senos,
su vagina.
Aporreaban ladrillos con voces ultravioletas.
Los otros.

El óxido rozó la garganta con la corriente de la espuma salada.
La espuma ajena al cuerpo.
La espuma negra de olor a animales melancólicos.

No llegó el ruido a ser incienso.
La casa quemó su estómago.
Los dientes.  Las uñas.  Las memorias.
Ya no.

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