sábado, 20 de abril de 2013

Se dispararon un "te quiero".

Se despertaron y en sus ojos brillaba el cielo encendido del ayer, cuando las estrellas resplandecían más que en ninguna otra noche.
Tumbados el uno junto al otro, se miraron inconscientemente antes de fijar la vista en la bóveda ahora cenicienta. No existían palabras; no podían decirlo.
En mitad de un huracán se encontraron aquel lluvioso mes de abril, se salvaron el uno al otro y a sí mismos, antes perdidos entre el enjambre de rostros grises que arrastraba la marea del alba.
Cuando colisionaron como dos imanes, se sorprendieron al comprobar que, por vez primera, los polos de la misma fuerza magnética se atraían y que en sus cuerpos se dibujarían marcas para siempre, heridas de guerra que no les importó soportar, cicatrices en relieve que incluso gozaron vestir.
Pero un día, no como otro cualquiera, un rayo cayó y las fuerzas se invirtieron. Ahora eran opuestos. Se miraron con ojos de extraños y no se encontraron. Se gritaron sus nombres hasta quedar sin aliento, se abrazaron para intentar recomponer los cristales rotos de su sentir. Se besaron por si conseguían colocar en su sitio aquellos besos que siempre habían reposado en sus labios.
No lo consiguieron, era demasiado tarde. El Sol se enfrió y la Luna ardió de ira. Se derrumbaron el uno frente al otro, clavando sus rodillas en el suelo mientras esperaban un tiro en la nuca que los rematase.
Se dispararon un "te quiero".

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