El ciclo de la sangre presenta su cisma
en el centro del
ser.
Nace de una lágrima:
oscura frente,
manos sesgadas,
pies rápidos.
Empapa conductos derribados
por el congelado toque de
queda
con su cuerpo de bala
y su interminable
sed
de chasquidos.
El aleteo de sus labios
se posa en cada rincón adormecido,
despertando de su letargo
a búhos con ojos cerrados.
Una línea se tumba
sobre su estómago
encharcado
por travesías matutinas
entre el río y el océano:
es el
infinito
con máscara de círculo
que recorre con sus yemas
los huesos de marfil tintados.
Un suspiro envuelve en su pañuelo
las sedas de arterías relucientes
y cuerpos rosados,
adentrándose en
caverna
como boca de lobo.
Una bujía sin engrasar
apoya su nuca en la roca
que es el pesar
o besar oscuridad.
Con sus pómulos convexos
la sangre acaricia su lomo,
otorgándole el poder
de rotar sin cesar.
El Sol se arrodilla absorto
ante las luces de sus ojos:
el
lobo
posee un mundo
sobre sus hombros.
La muerte nunca
le pareció
tan dulce.
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