miércoles, 11 de septiembre de 2013

Voraz

Se rompen las miradas
cada vez que las esquinas se desdoblan
intentando huir a lomos de escaleras
que no saben hacia donde bailan.

Cuando los abrazos son tierra de nadie
y los fuegos se consumen
con el suspiro de golondrinas enfermas,
bisontes en celo penetran
en las calles de la niñez
buscando hadas dormidas
para despedazarlas en retales
sin horizontes.

Arrugada en mil hojas secas
la primavera aguarda hambrienta
en las maletas,
hasta que sea tocada
-sin anillos-
su nariz presurosa
con yemas de pez
que nada por ver.

Se rompen las miradas
y los besos de escarcha
con el crujir de perfiles sin sombra
sobre el surco de muslos
ausentes.

Cristales que se suicidan
por el precipicio de sienes,
espuma amarilla
que mana de pupilas de hiel.

Asfalto en los pulmones
de niños sin gargantas,
hálito incorpóreo de reflejos quebrados.

Las esquinas que se desdoblan
se ríen a carcajadas,
clavando dardos efervescentes
en tobillos
mientras las huellas se doran
con el rubor de la sangre recién nacida.

Bajo el manto de un camino
que se cierne sobre sí mismo,
la infancia apuñala
costados de hierro
soñando hacer suyo el verano
y robar zapatos enjaulados
en plena aridez de cieno.

Un intento de bajar el cielo
al infierno
se dibuja en comisuras
como paréntesis
conscientes
de nuevo asalto.

Las fauces del Lobo,
a veces,
no son tan oscuras
como las del Hombre.

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