martes, 27 de agosto de 2013

Envenenamiento

Disfrazar las horas de golondrinas
para que arañen el cielo de mi boca
con sus alas arqueadas
como hoces que resucitan.
Las flores no quieren ser arrancadas
de la tierra
para mudarse a los jarrones,
aún no.
La tinta se cuela a gatas
por las hojas que señala
airoso
mi bolígrafo.
Lo clavo como un garfio que se enamora
del blanco embalsamado en líneas
cobrizas.
El reloj se da la vuelta en la pared
y se da cuerda suavemente.
Va subiendo la velocidad
de fri(a)cción.
El ruido es más fuerte.
Sube.
Se expande.
Estalla.
La estancia se empapa de manecillas,
despedidas en besos,
cartas aletargadas en cofres,
manos retorcidas,
narices en mejillas.
Se me llenan las bocas de bestialidad
y empujo las aguas hacia el armario.
Cierro las puertas.
Me siento en la silla de mimbre
que se clava en mis muslos
como serpientes sonriendo.
La madera cruje.
La mesa
repleta de cristales bordados en sangre.
Desde que lanzaste tu presencia
por el balcón
la veo rebotar en cada farola,
adentrarse por azoteas con floreros cutres,
lamerse con gatos las patas heridas
y volver a la acera de enfrente,
donde me mira como huérfano de nadie,
se le dilatan las aletas de la nariz
por la rojez de sus venas
y rehace sus pasos
hacia la Luna.
Desde que cerraste las ventanas
y desgajaste las cortinas
en ácido sin huellas,
el bolígrafo no deja de señalarme
supremo
desde las cenizas de mis manos.
El murmullo de los objetos paridos
va in crescendo.
Abro las puertas
y dejo que me rocen la cara
y lo que queda de mi alma.
Los recuerdos,
apuñalan.

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