martes, 20 de agosto de 2013

Ilusiones sentenciadas

A las ilusiones
se les pone una almohada en la cara
y se les aprieta hasta que paran de manotear.
Sin piedad dicen que hay que actuar
contra todas las tentaciones
que nos agarran
los tobillos
y los van apretando cuchillo en mano
para intentar dar con el nervio.
Sin piedad y con necedad
porque cuanto más fríos y tontos
más efectivos y capaces
para ser siervos del cerebro,
señor que nos agarra por la nuca
y asiente o niega por nosotros.
Somos muñecos de poliéster
con una hondonada en la espalda
por la que las manos entran y mueven nuestras bocas
y nuestras manos
y nuestras piernas.
Lo queramos o no,
es así.
Un infierno en llamas que se lame a sí mismo
y un cielo con nubes de petróleo.
Una tierra feudal
que amenaza con volverse campo de concentración
cuando la lengua de un cordero
sale a la luz
y danza.
Todos estamos con la espada al cuello
y el agua
también.
Por eso seguimos asesinando ilusiones
por orden y mando de la cúspide
y las dejamos tiradas en el asfalto
para que rueden
sin fin
hasta algún hostal amargo.
Todas van a parar al mismo lugar:
el corazón.
Allí, malheridas y traicionadas
se sientan y se alimentan
de ojos niños que todavía brillan al ver el sol
en la cima del universo.
Y se van regenerando,
cocinándose en sus propias pasiones,
y arrastradas al subsuelo cada vez
que alguien las ve
y las atrapa.
Porque en una cárcel, el reo
no tiene opción de aferrarse a la llave
que brilla con toques de luna en la noche,
y los tiran a ambos al pozo sin fondo
de la desesperanza.
Para que un tirano o inútil gobierne
hacen falta hombres sin alma
y
por eso
las ilusiones
son degolladas
con cuchillo de oro
y humanidad de estiércol.

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