viernes, 9 de agosto de 2013

¿Pesimismo o premonición?

Aún no sé
si cuando sonrío
aparece una brillante luna que chispea entre la gente
o solo una mueca que se rompe en los extremos.
Aún no sé
si la cruz que llevo atada al cuello
puede pesar más con cada año,
hasta que llegue el día en el que termine por asfixiarme.
No estoy segura
de que mis heridas hayan cicatrizado
o,
aunque sea,
se hayan unido en convenio
y me hayan dado una tregua.
No sé a ciencia cierta
si no me estaban engañando
con eso de que uno más uno
siempre son dos,
de la misma forma que tampoco creo
que los cuentos acaben bien,
porque no a todos nos gustan las perdices.
No hace falta que venga un cuervo
y saque mis ojos de sus cuencas
para ver dentro de mí
y caer
(nunca mejor dicho)
en la cuenta de que
soy
una persona
sin recuerdos.
Soy
un peluche barato de fieltro
relleno de hilos blancos
que solo hacen engordar un cuerpo,
una cáscara,
que se agrieta con la monotonía en la que existe.

Vivir y existir
no son sinónimos.
Con lo primero
se ríe y se llora,
los mortales se equivocan,
duermen en camas diferentes cada verano,
se tropiezan y se levantan,
se impulsan hacia delante
con sus manos
y sin ayuda de nadie,
sonríen al comprobar
que la vida cambia,
que es una montaña rusa
con bastantes desniveles,
pero se sale adelante en cada camino.
Con lo segundo,
solo se tiene al tiempo desesperado
y tumbado en un banco
a oscuras,
abandonado,
solitario e inmóvil,
solo mueve los párpados al hablar consigo mismo,
solo mueve el abdomen para respirar,
no recauda las ganas suficientes
como para incorporarse
y gritar.

No hace falta ser un delincuente
para estar preso en la cárcel,
porque hay casas con rejas
y adultos que ponen cadenas
donde debería de haber aventuras
que contar a los nietos
mientras estos fingen escucharlas
a la vez que rezan
para no acabar
como lo podría haber hecho su abuela de pelo canoso.

Pero lo cierto es
que por mucho que soñemos,
volemos sobre sábanas,
andemos,
corramos
o chillemos,
siempre estarán ahí las cadenas
que nos tienen atrapados de pies y manos.

Y un buen día,
no muy lejano,
nos veremos a nosotros mismos
delante de un portátil
y recibiendo gritos de un viejo
que nos da de comer
a cambio de nuestra paciencia.
Caeremos en la cuenta
de que no tenemos vivencias
y nuestro corazón
nos hablará,
confesándonos que se equivocó,
que tenía que haber sido más rebelde
y haber quemado el metal
para escapar desvocado por otros mapas,
otros techos,
otras manos,
porque ahora
se encuentra en un pecho de cuarenta años
deseando que llegue
el final de su cuento.

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